Los sentidos no pueden hacer otra cosa que atender a lo que atañe al mundo fenoménico: lo tangible, lo regido por la ley de la causalidad, lo material, lo perceptible. Y es este mundo de hechos el que se suele presentar delante del espectador: introducción, nudo y desenlace que van tejiendo desde las historias de chico conoce chica hasta las más épicas revoluciones legendarias. Y sin embargo, ¿cuál es el material latente que realmente empuja a un actor a escoger serlo y a interpretar determinado papel? Y no me refiero al proceso de creación de texto, ni al montaje escénico, ni a la caracterización formal de los personajes, sino a los vaivenes internos y pensamientos erráticos que lo gravitan hacia el escenario, aunque sea a la deriva y en el delirio. El lento naufragio de la estètica nos ejemplifica una respuesta: las ensoñaciones por las que suspira el artista, las proyecciones subjetivas que recaen sobre los objetos que, a través del simbolismo, completan el monólogo: un globo que actúa a modo de amigo invisible o de testigo imaginario, la chaqueta que recuerda a los amores catapultados al platonismo y que, por lo tanto, son susceptibles de sublimarse en material dramaturgo. Tampoco se olvidan los recuerdos que varan el protagonista al pasado, ni mucho menos los referentes personales -Shakespeare, Charles Chaplin- que a la vez que inspiran, retraen el talento por considerarlos como maestros inalcanzables. En definitivo, paraderos mentales y psicológicos que no le seran ajenos al espectador. Y es que al fin y al cabo, la obra nos remite, a través de un ejemplo particular, a los enredos, anhelos y frustraciones universales que pueden reverberar en las profundidades insondables de cualquiera. ¿Quién, en mayor o menor medida, no se ha perdido en las arenas movedizas de su propia psique? Y ha salido, al igual que el protagonista, determinado a dar un paso al frente y pasar, por fin, a la acción.
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