Se abre el telón (¡viva los teatros que aún lo utilizan!). Un marco iluminado y estridente encuadra la escena. Una escenografía majestuosa firmada por Max Glaenzel nos muestra una escalinata y una especie de vestíbulo. Todo en penumbra, envuelto en grises y niebla. Al fondo, una ventana por la que se irán proyectando imágenes del cielo y del espacio, obras de Joan Rodon y Esterina Zarrillo. Progresivamente van llegando ellos, los miembros de la Veronal, vestidos con estética de los 50. Bailan, o más bien se mueven, como seres inexpresivos, como cuerpos sin alma. Son miembros de un planeta lejano, parecido al humano, pero en el que sus habitantes son incapaces de sentir emociones.
Como si de un capítulo de Black Mirror se tratara, Pasionaria nos plantea una realidad extraña e inquietante. Un mundo en el que personajes anónimos actúan de un modo frío, mecánico y centrado en el individualismo, sin empatía ni ilusión por nada. Ni siquiera los inmensos pasajes musicales crean algún efecto en las miradas ausentes de los bailarines. Música clásica, pero también momentos más contemporáneos, épicos e intrigantes. Juan Cristóbal Saavedra firma un sonido envolvente, perturbador y a alto volumen.
Marcos Morau traslada la idea distópica la danza a través de movimientos convulsos e indecisos. Los intérpretes son aquí muñecos robóticos, marionetas manipuladas y sin voluntad. Vemos solos, dúos y coreografías grupales precisas, pero todo desde la aparente falta de conexión entre los intérpretes, que ni se miran, ni se sienten, ni se inmutan por ninguno de los estímulos que se suceden. Quizás podemos distinguir una…
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