El asunto de ver paja en ojo ajeno, pero no vigas en el propio se remonta a tiempos bíblicos. Pero dada su contrastada imposibilidad resolutiva y el profundo arraigo en la condición humana, no sobra revisar la controversia una vez más. Por ejemplo, a través de la obra Laponia, donde en el país de la cordura y la verdad también sus habitantes -o el espectador que se identifique- deben confrontarse con las propias milongas y fantasías que gracias al racionalismo cultural y la valiosísima contención -cual truco ilusorio- han creído poder desterrar a tierras lejanas -tierras latinas o ibéricas, tierras españolas o catalanas- pero en todo caso, siempre tierras ajenas. De milongas y fantasías nos viene a hablar Laponia. De mentiras y engaños sí, pero desde el refinamiento moral e intelectual, lejos de los predecibles embrollos emocionales, triángulos amorosos y secretos jocosos que uno esperaría en cualquier obra protagonizada por dos parejas reencontradas en una festividad. Quienes también se reencuentran -como si de una remota alineación astral se tratase- son la inteligencia y el espectáculo comercial, la carcajada fina y el humor de masas. Binomios articulados a través de un comedor de estilo nórdico, cuatro actores de primera división y una trama que nunca permite que el espectador pierda la atención y el interés. Y es que, ¿de quién son realmente los ojos y las vigas que Laponia nos muestra?
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