Cuanta más proyección haya entre la realidad y una fantasia, más confusa y nebulosa será su consecución. Y sino, que se lo digan a Mirta que, como una niña en su vestido amarillo, vive en la cómoda burbuja de la espera. ¿Y qué es lo que aguarda? ¡Ni más ni menos que ganar un óscar! Tiene a punto su discurso y dispone de una estatuilla a modo de amuleto. Pero Mirta no es ninguna actriz consagrada -aunque quien la protagoniza sea todo un portento escénico- ni ha rodado una sola película. Simplemente, Mirta lo espera y espera. ¡Hay, la espera! Ese embriagante limbo donde la ilusión de un futurible rebosante parece culminar los anhelos más íntimos y nos invalida para la acción del presente. Ese limbo aparentemente inocuo, pero solo hace que poner la vida en modo pausa. Y si me lo permiten, además, en modo bucle; una y otra vez. También eso lo sabe Mirta que repite y repite, cual patrón freudiano, situaciones de espera y de abandono. Sea de Bruno o de Ramon. Y aunque en realidad, sea ella y solo ella -no en vano nos encontramos frente un monólogo- quien, a pesar de su carisma y su humor, se abandona. Por no poner cartas sobre el asunto, ni puntos sobre las íes. Se abandona como todos nos hemos abandonado alguna vez, mientras rezamos a alguna divinidad proveedora o perseguimos un golpe de suerte. Como hace Mirta en espera. Y los demás, también.
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