La sala baja de la Beckett se ha convertido en un descampado. Neumáticos, latas, plásticos y otras basuras indefinidas tiradas sobre un campo de arena. Para sentarnos en las cuatro gradas dispuestas en forma de rectángulo tenemos que pisarla. De hecho, los espectadores de las primeras filas la pisan todo el rato. Pero no se trata de una arena fina y volátil como la de los montajes de Oriol Broggi. Esta es gorda, molesta, de esa que se clava en los pies descalzos. Y que duele.
Se apagan las luces. Movimientos rápidos y un rostro de cara tapada. Una sombra que atormenta. Lo que empieza con toques de thriller pronto pierde el misterio con un final anunciado. Y es entonces cuando nos acerca a algo mucho más humano. La desgracia de Júlia, la protagonista, es tan común y sufrida como la muerte de un hijo no nato. Pero en realidad, su tristeza es aplicable a cualquiera de esos golpes sin sentido que de pronto nos azotan inesperada e implacablemente. Con la protagonista de esta historia emprendemos un viaje hacia los recuerdos turbios, miramos el pesar cara a cara. Y por el camino lloramos, reímos, nos sorprendemos y nos emocionamos.
Nos guía en este viaje…
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